Tenía cerrados los ojos y meditaba sobre que iba a escribir,
sentado frente a mi máquina, con las yemas de los dedos posadas sobre las
teclas como si ellas supieran que escribir pero yo sin aún darles permiso. La
salida era dejarlos actuar a ellos libremente por lo que fui a la cocina, abrí
la gaveta de arriba y saque un cuchillo de sierra con los que empecé a cercenar
cada uno de mis dedos, dándoles así, voluntad propia. Morí desangrado antes de
lograr ver su primer cuento terminado.
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